viernes, 6 de noviembre de 2009

Ven, Acércate.

Hoy es un día de tantos, un día extraño de extraños pensamientos, extrañas conversaciones sin respuesta a la luz de un flexo brillante y penetrante cuya luz odio, nada encaja en una tarde como esta, aun cuando todo está desordenado, aun cuando nada está en su lugar.
Todo me resulta extraño, pero probablemente nada lo sea. Hoy es una de esas tardes en las que la única compañía posible son las sábanas de una insultante cama con las mantas patasarriba. Uno de esos días lluviosos en los que la imaginación se hace con el poder de la habitación. Nada parece ahora lo que me parecía ayer. Todo cobra un nuevo significado. Mi mente se despega de mi.

De repente me parece ver una neblina que cubre toda la habitación, los sueños embriagan el lugar, la duda parece llegar arrastrando todo a su paso. Un constante repiqueteo en el cristal de mi balcón hace que abandone las calientes sábanas de mi morada, se ha hecho de noche. Salgo al balcón entre un mar de gotas de lluvia que caen lenta e inocentemente sobre la ciudad. A lo lejos aparece una luz brillante, magnifica, arrebatadora... pero dolorosa, aterradora... pues es seguida de un penetrante estruendo que recorre las vacías calles de la ciudad. Mi balcón no está resguardado, la lluvia comienza a mojarme, mi cuerpo se estremece ante el frío mezclado con el vaiven de luz e inmenso ruido, pero allí me quedo, paralizada, sin poder entrar de nuevo en mi habitación, que ahora parece lejana, cálida e inalcanzable.

Mi cuerpo parece estar sostenido mágicamente, no responde a mis mandatos, no se mueve... Sin embargo, allí continuo, el día más triste parece traer consigo los recuerdos más alegres, las añoranzas más profundas, los deseos más fervientes.... Recuerdo esas mañanas en las que me despertaban tus caricias, tus suaves besos en mi oreja, tus dulces palabras, tus calidos brazos estrechándome fuertemente contra ti en esa cama en miniatura en la que apenas cabíamos los dos. Mi mente se llena de imágenes cómicas, esos momentos en los que no sabía que decirte, en los que no sabía como actuar, en los que me quedaba paralizada hasta que tú me llamabas.... "Ven, acércate¡!" Recuerdo esas tardes en aquel patio, esas charlas interminables que hacían que me perdiera en tu mundo, que perdiéramos las horas dándonos cuenta de que la noche había pisado nuestra tarde, para dirigirnos a tu casa, a dormir juntos mientras intentábamos hacer como que no había ningún problema. Pero ambos sabíamos lo que nos esperaba. Era difícil salir impune de ese sentimiento, era imposible salir impune de ese dolor embriagador que se empeñaba en interponerse entre ambos.

Ahora, cada vez que pienso en ambos, agarrándonos fuertemente, recorriendo las calles de la ciudad iluminada, un relámpago ilumina mi pensamiento, pero un estridente trueno aleja de mi toda la alegría, atrae el dolor, me desgarra el alma, no fuiste tú, no fui yo. ¿Qué hacer cuando nadie tiene la culpa? ¿Qué hacer cuando no eres tú el que puede cambiarlo? Ahora nada que ocurra podrá hacer retroceder el tiempo, y es que, ni siquiera retrocediendo podríamos volver a comenzar. Esto es algo más grande que nosotros, algo más fuerte, una cadena que nos ata de pies y manos, una dura cadena que nos retiene. Y ahora, en la soledad de la noche giro mi mirada, veo mi cama, mi habitación sigue pareciendo la cálida habitación de la que salí, pero ahora algo la tiñe de un negro sedoso.... Todo lo que en ella está me recuerda a ti, las sábanas que antes dejaba que me abrazaran en las amargas noches como esta, los atuendos que solía ponerme cada mañana para sentirme mejor, la decoración que recorre cada una de las paredes, eso que tú siempre utilizabas al salir de mi casa, y ¡cómo no! eso que siempre utilizabas al entrar. Ahora todo eso me parece demasiado lejano, demasiado irreal. Quizá nunca pueda volver a ser así, quizá nunca vuelvas a usarlo, quizá todo me recuerde a ti sin la posibilidad de acercarme. Y sé que nadie tiene la culpa, nada podemos cambiar por el momento. Sé que puedo esperar, que puedo intentarlo, pero las horas se convierten en días, y los días en meses... A veces siento que no me queda paciencia, cada trueno de la noche me lleva un pasito más hacía la desesperanza, la tormenta se acrecienta. La lluvia cae ahora con fuerza, sigo en el balcón, las velas de mi habitación tintinean ignorantes. Yo sigo paralizada en mi balcón del sexto piso.

Mi mente da vueltas cuan cacerola hirviendo, llena de recuerdos, aliñados con desesperanza y con un humeante vapor de decepción. Miro hacia abajo, las luces de la calle se habían apagado, únicamente quedaba una, una luz solitaria que se apagaba y se encendía, una luz que parecía reflejar mi estado de ánimo durante los últimos meses, una luz que parecía llamarme... De repente la música se dejó de escuchar, las cálidas luces de mi habitación se apagaron ante mis ojos, el olor a incienso desapareció por completo, la lluvia seguía cayendo, pero los truenos parecían cada vez más lejanos. Cerré los ojos, ya no era capaz de ver los brillantes relámpagos, ni las pocas estrellas que intentaban hacerse un hueco en el cielo ocupado por las nubes. Sentía como caía. El aire rozaba mi cuerpo, el frío cortaba mi magullada piel. Mi pelo volaba lentamente hacia arriba, mis manos no se alargaban para resguardarme, poco a poco veía como se acercaba esa única farola titubeante de la calle de abajo, sentí dolor, sentí amor, sentí desesperación, sentí que debí decírtelo, que debía llamarte... Y una lágrima salió de mis nublados ojos, una lágrima que cayó antes que yo, llegó al mojado suelo antes que mi inerte cuerpo. Mi alma ya se había ido, se sintió liberada. La farola dejó de iluminar la calle por completo. Esta vez no volvería a encenderse. De repente te ví junto a mí, sentí como me cogiste y me elevaste mientras todo lo demás caía.

Y Aunque ya nada fue así, al menos ese fue el último dulce sueño antes del último amargo adiós.

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